Las apariciones de este macabro espectáculo en la mayoría de las veces conmueve,
no sólo por creer que en realidad llevan al difunto por ir los familiares
acompañándolo, sino por el murmullo coral del rezo del Rosario y el Réquien por
su alma.
Hace muchícimos años vivía un hombre muy avaro, incivil, terco y
malgeniado, que no le gustaba hacer obras de caridad, ni se compadecía de las
desgracias de su prójimo. Los pobres del campo acudían a él a implorar ayuda
para sepultar a algún vecino, pero contestaba que él no tenía obligación con
nadie y que tampoco iba a cargar un mortecino. Que les advertía, que cuando él
se muriese, lo echaran al río o lo botaran a un zanjón donde los gallinazos
cargaran con él.
Por fin se murió el desalmado, solo y sin consuelo de
una oración. Los vecinos que eran de buen corazón, se reunieron y aportaron los
gastos del entierro. Construyeron la camilla y cuando lo fueron a levantar casi
no pueden por el peso tan extremado. Convinieron en hacer relevos cada cuadra, a
fin de no fatigarse durante el largo camino al pueblo. Al pasar el puente de madera, sobre el río, su peso
aumentó considerablemente, se les zafó de las manos y el golpe sobre la madera
fue tan fuerte que partió el puente y el muerto cayó a las enfurecidas aguas que
se lo tragaron en un instante.
Al momento los hombres acompañantes
bajaron a la corriente y buscaron detenidamente pero no lo hallaron ni a él ni
al andamio. Lo que sí ha quedado por el mundo es su aparición fantasmagórica que
atormenta a los vivos, haciendo estremecer al más valiente con el ruido de los
lazos sobre la madera en un continuo y rechinante "chiqui, chiqui,
chiquicha...".
Sus apariciones más seguras se verifican en la víspera de
los difuntos, o sea en las fiestas de las Animas; en los lugares aledaños a los
cementerios, causando gran pavor a la tétrica procesión, portando sus
acompañantes coronas, cirios y rezando en voz alta: de vez en cuando se oye una
voz cavernosa e imperativa que dice: "meta el hombro compañero... ".